I
A veces cuando el llanto me despierta toda desahuciada,
me acerco a la ventana y muevo la
cortina para ver si alguien tiene las mismas agujas clavadas en los ojos, para
ver si alguien tiene la misma sangre. Y
es cuando abrazo tímidamente al lienzo, como si el acto representara olvidar a
un país, pero es absurdo confiar en mi memoria, es absurdo decir que me
arrancaré la cabeza si vuelvo a recordar.
Lo hice tantos años que ya no creo en las vocales que mi boca expulsa.
Sólo creo en los dioses y ninguno de ellos me ha concedido el deseo y sin
embargo, yo los perdono.
II
Perdonar es la acción
que me provoca tirar mis cuadernos y hacerlos pedazos.
He perdonado a mi
patria y a mis ancestros por inspirarme la partida.
Mi familia siempre se
ha ido dejando atrás los rostros
cercanos y las manos temblorosas del que tiene la dura tarea de habitar en un recinto casi oscuro.
III
Reiteradas veces, vi a mi madre cuando se marchaba taciturna y yo le lloraba la
sangre. Recién ahora entiendo que ella me escuchaba. El invierno pasado me
dijo, que nunca se dio vuelta a mirarme
porque no quería morir en mis ojos, aunque nunca le pedí que lo hiciera, porque yo no quería morir frente a su sombra.
IV
Aprendí que la partida implica irse dejando fragmentos del espíritu en la casa vieja. Cuando regreso
a ella, levanto tristemente cada una de
las partes que eran mías y las pongo sobre un tapiz. El espejo ridículamente me
trasmite una efigie que desconozco. Es cierto, me atemoriza ver a mi nombre, como si fuera un tango en una cinta rota. También es cierto, salgo en
busca del baño y lloro adentro por largas horas para que a mi madre no le pese.
Luego, cuando siento su latido dislocado a través de la puerta, quiero vomitar
la ira, quiero golpear mis huesos. Concluyo que hubiera sido mejor no haber
aprendido, no haber sido tan ágil para imitar las muecas que tiene mi familia cuando se va.
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