La casa en donde viví
es un cementerio. Allí reposan voluntariamente
los restos de mis abuelos y mis padres, a quienes solíamos llorarles
cada lunes hasta que formamos una nueva familia. Las plantas
que adornaron el jardín murieron por el temporal y también por mi culpa y la de mis hermanos.
Fuimos incapaces de conservar la naturaleza en el lugar que debía estar. Los
enanos de yeso se hicieron polvo en el
primer intento de cruzar la calle y ya
nadie supo nada. Lloramos, pero es
tarde. La casa ahora es de los
perros esqueléticos que son empujados por la brisa