Es cierto, conocí a mi madre
hace dos años. Ustedes tendrán sus dudas, pero yo la conocí largos años después
de nacer. Ella, despampanante, estaba en la cocina cuando yo entré. Tenía una
falda negra y unas medias de nylon que le cubrían sus piernas perfectas. Era
exactamente como me había comentado mi padre en sus cartas: ojos grandes,
sonrisa extensa y piel radiante. Al verla, recordé lo certero que fue mi padre
al describirla. Ella podía hacer que cualquier cosa se transformara. Créanme,
ella no necesitaba encender las hornallas de la cocina, su solo cuerpo lo
hacía. Ella no necesitaba abrir la canilla para obtener agua. Su solo andar
hacía que las cosas le fueran concedidas.
Fue
increíble: estaba yo a su lado y pude comprobar que las verduras adquirían otro
color en sus manos. Las verduras se rendían a ella en un sagrado culto.
Seguramente pensarán que miento al escribir esto, pero no, es absolutamente
real decir que mi madre le da vida a todo lo que ve, es completamente cierto
decir que ella tiene un perfume que yo jamás podría describir aunque lo
intentara.
Ese
día la seguí con mis pupilas por donde anduvo. Cómo no hacerlo, si yo amaba sus
brazos y lo que hiciera con ellos. Nunca esperé que me dijera que estaba feliz
por conocerme. La casa se llenó de paz y entendí que ella lo estaba
transformando todo. Más tarde, me invitó un té caliente de limón. Créanme,
jamás le puse ni un gramo de azúcar, no hizo falta.